Cuando alguien descubre por medios ilegales crímenes de Estado, ¿su denuncia debe ser considerada un peligro para la Seguridad pública o una salvaguarda para los intereses del país? En Israel, autoproclamado la única democracia de Oriente Próximo (desdeñando la libanesa, la palestina o incluso la impuesta en Irak por sus socios norteamericanos) no hay duda: el que desvela las atrocidades es un criminal que debe pagar por ello. Los criminales, si son miembros del aparato estatal, deben quedar amparados por la impunidad. Esa es la razón que mantiene bajo arresto domiciliario a Anat Kamm, periodista y ex soldado del Tsahal que fotocopió durante su paso por el Comando Central del Ejército hebreo, donde cumplió su servicio militar, los documentos que demostraban que las Fuerzas Armadas de Israel tienen órdenes de matar a los buscados palestinos en sus operaciones de captura en los territorios ocupados, en lugar de arrestarlos con vida e incluso si no oponen resistencia armada. Eso, pese a las resoluciones del Tribunal Supremo israelí que obligan a detenerlos para ser juzgados.
En otros países, semejantes unidades militares serían tachadas de escuadrones de la muerte. En Israel, en cambio, no se ha investigado tan inquietante hallazgo sino a quien destapó el escándalo de su existencia. No se trata de la propia Kamm sino del periodista Uri Blau, del diario Haaretz, quien escribió el artículo donde se denunciaban esos hechos en 2008. Durante unas vacaciones en China, hace unas semanas, supo que su fuente, Anat Kamm, llevaba arrestada desde enero –información que se ha mantenido en secreto en Israel por orden judicial- y que él mismo estaba siendo buscado.
Su casa ha sido registrada en busca de documentos clasificados. Blau, quien afirma que su vida se ha convertido en una película de espías, ha sido avisado de que su teléfono móvil, ordenador portátil y servidor de e-mail son vigilados desde hace tiempo y, según confesó en un artículo publicado hace unos días en Haaretz, le han advertido de que si vuelve a Israel “podría ser acallado para siempre e inculpado por crímenes relacionados con el espionaje”. Por consejo de su diario, Blau ha decidido exiliarse voluntariamente en Londres al menos por el momento.
Lo que el Shin Bet, también conocido como el Shabak, el servicio de inteligencia y seguridad interior israelí, busca entre las pertenencias de Blau son 2.000 documentos clasificados sustraídos por Kamm del despacho del general en jefe del Comando Central, entonces el general Gabi Ashkenazi. Material clasificado, reservado y posiblemente explosivo, que sin duda puede cuestionar la seguridad nacional israelí si es publicado. La cuestión es que, en Israel, es imposible que eso ocurra sin el visto bueno militar. La censura del Ejército es un hecho inevitable al que ningún periodista o medio local se sustrae, por su propio bien.
‘Licencia para matar’
El artículo que originó el escándalo, titulado ‘Licencia para matar’ y aparecido en las páginas de Haaretz el 27 de noviembre de 2008, pasó por la censura militar. Denunciaba cómo el aparato de Seguridad israelí estaba ignorando las órdenes del Tribunal Supremo al aprobar los asesinatos de hombres buscados que podrían haber sido detenidos en ataques que además se cobraban las vidas de civiles inocentes. La ONG israelí B’Tselem recuerda cómo “las autoridades se precipitaron a indagar la filtración y eligieron ignorar las sólidas sospechas de crímenes patentes descritos en aquellos documentos”. Los periodistas se convirtieron así en el objetivo a perseguir.
La investigación del Shin Bet se centró, recuerdan los responsables del diario, en los documentos que apoyaban la denuncia: en septiembre de 2009, miembros de la Inteligencia interior exigieron a Blau la devolución de los mismos y, tras una negociación, Haaretz cedió a cambio de que ni el reportero ni sus fuentes fueran perseguidas judicialmente. El Shabak no tenía intención de cumplir su parte del trato: Anat Kamm lleva más de tres meses bajo arresto domiciliario si bien los tribunales israelíes lo han silenciado violando así el derecho del público de estar informado, hasta que la prensa extranjera se apercibió del hecho y publicó su caso.
En Israel, el escándalo que debería suscitar la persecución del mensajero parece limitarse a los colegas de Blau. Se ha escrito una petición para que se abandone la investigación del periodista, alegando que su caso “crea un peligroso precedente para la libertad de expresión”. Hasta ahora, el Estado hebreo se caracterizaba por una prensa donde todo tiene cabida, incluso las denuncias más descarnadas –ha sido una israelí, la reportera de Haaretz Amira Hass, la que acaba de destapar los planes de deportaciones masivas de palestinos de Cisjordania a manos israelíes, calificados por muchas ONG de campañas de “limpieza étnica”– aunque apenas surtan efecto entre el público.
Lo más sorprendente es cómo nadie se escandaliza por el hecho en sí: las directrices escritas que obligan a los soldados a ejecutar a los militantes palestinos en lugar de arrestarles, como ordenan los tribunales. Sólo Guideon Levy, periodista de Haaretz y una de las muchas voces disidentes de Israel, se atreve a apuntar en esa dirección. En su artículo “Acosemos al IDF [las Fuerzas de Defensa Israelíes, en sus siglas en inglés] y no a la supuesta informante Anat Kamm”, Levy lamenta que el Shin Bet “haya ganado de nuevo. En lugar de confrontar los atroces actos expuestos, de buscar a sus responsables y llevarlos a juicio, todos se preocupan de perseguir al mensajero y cazar al informante. Y esto ocurre con el apoyo de los servicios de Seguridad y de numerosos comentaristas de los medios de comunicación”.
‘Traidora’ y ‘boba jovencita’
Levy también podría acusar a parte del público, a juzgar por los comentarios que los lectores, poco impresionados por el hecho de que sus fuerzas de Seguridad se dediquen al asesinato de presuntos criminales palestinos, quienes califican a Anat Kamm de “traidora que arriesga la vida de los soldados israelíes” o de “boba e inmadura jovencita”. En Israel se tiende a justificar cualquier exceso de sus líderes en defensa de la Seguridad nacional. Y el responsable del Shin Bet, Yuval Diskin, se aprovecha de esa benevolencia anunciando que “es hora de quitarnos los guantes” y adviertiendo que hasta ahora “hemos sido demasiado sensibles hacia la prensa”. El diputado ultraderechista [Israeli Beiteinu] David Rotem, presidente del Comité Constitucional del Knesset o Parlamento israelí va más allá, proponiendo que se retire la nacionalidad israelí a los ciudadanos que “cuestionen la seguridad del Estado” en referencia directa a Anat Kam y Uri Blau.
Qué se puede esperar si el Estado, en lugar de proteger a la informante que denuncia los crímenes de su más importante institución o al periodista que expone los hechos ante la opinión pública, inicia una caza de brujas contra ellos. Recuerda Guideon Levy que el problema no es nuevo: “Ha comenzado un nuevo escándalo Bus 300. El autobús 300 fue secuestrado por palestinos en 1984. Dos de los secuestradores, de quienes se dijo que habían muerto en el asalto de las fuerzas de Seguridad, fueron de hecho ejecutados en cautividad por los agentes del Shin Bet. Entonces, como ahora, cuando los medios publicaron lo ocurrido violando las leyes de censura, algunos acusaron a los medios en lugar de a los asesinos”. Cambia la fecha pero no la impunidad de los criminales.
¿Quién viola la ley? ¿La periodista que roba documentos confidenciales o el Estado que mata a ciudadanos cuando puede arrestarlos y juzgarlos? La democracia nunca es perfecta, pero en Israel, ese modelo de libertades y tolerancia para la región, debería considerarse muy deficitaria. Sólo su censura recuerda a la de Irán, como puntualiza la premio Pultizer norteamericana Judith Miller. Quizás el Gobierno de Tel Aviv debería reflexionar sobre ello.
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