Durante una década no he pisado Rusia, donde fui corresponsal durante cuatro años, ni tampoco el Cáucaso Norte, donde pasé varios meses cubriendo el periodo de entreguerras y la segunda guerra de Chechenia, así como la turbulenta situación de las repúblicas vecinas de Ingushetia, Daguestán, Osetia del Norte o Kabardino Balkaria. Pero tras aquella experiencia constato una inquietante realidad: como le ha ocurrido a Washington en Oriente Próximo y Asia Central, la política del Kremlin en el Cáucaso no sólo no ha acabado con el extremismo, sino que lo ha aumentado arriesgando las vidas de sus ciudadanos.
Antes de la guerra de Chechenia, meollo de los problemas del Cáucaso Norte, apenas había atentados en suelo ruso, y mucho menos suicidas. El primer ataque que padeció Moscú también tuvo como objetivo el metro, cuando en julio de 1996 cuatro viajeros murieron y más de 40 resultaron heridos en tres explosiones. Sólo un mes antes, el presidente checheno, Dzhojar Dudayev, había sido asesinado por una bomba rusa que pretendía acabar con su afán independentista pero que, en su lugar, radicalizó a sus sucesores.
Lo mismo ocurre 14 años después. El último doble atentado se produce un mes después de las muertes de dos de sus líderes a manos rusas: Said Buriatisky, ideólogo islamista, entrenador de suicidas y considerado el ‘emir’ de la república de Buriatia, y su colega Anzor Astemirov, líder del grupo salafista Yarmuk Jamaat, basado en la república de Kabardino Balkaria, quien apoyó la declaración de un estado islámico en el Cáucaso Norte tras la desaparición de facto de la República de Ichkeria, nombre dado por los islamistas a Chechenia.
El fallecido líder secesionista Anzor Astemirov, muerto en un ataque ruso hace un mes. / Kavkazcenter.com